¿Sabes cuándo en
una peli la protagonista, que es monísima y viste guay, tiene una visión supertremenda
de su vida y se da cuenta de que ha llegado el momento de superar todos sus
traumas y madurar?
Justo
eso me sucedió hace un par de días. Y todo por dos cosillas sin importancia, dos ligeras adicciones de lo más tontas (*)...
La
primera es el papel albal. ¡Me encanta! Soy
feliz abriendo el cajón de la cocina y viendo los nueve rollos perfectamente
alineados y…
¿Cómo
dices?
Lo sé, son
demasiados.
¿Me guardas un secreto? También tengo alguno en el mueble
de las novelas. Y en el cajón de la mesa del salón. Y en el armario de la
entrada. Y en la estantería de…
198y
algo, casa de Liah.
—¡Liahpordiós,
dónde vas con ese metro de papel albal? —gritó mi madre cuando iba a envolver
el bocadillo para la excursión del colegio; di un respingo y murmuré un taco en voz baja—. Trae
aquí, anda, trae aquí que si fuera por ti… —mi madre me quitó el papel de las
manos y cortó un trozo minúsculo—. Toma, que parece que vas a liar el armario —cogí
lo que me daba y suspiré: cuando tuviese dinero me compraría miles de millones
de rollos de papel albal y envolvería todo. ¡Hasta yo me envolvería en papel de
aluminio! Qué dura es la infancia…
Hoy podría construirme una mansión de papel albal, con escaleras de caracol y
lámparas de araña, todo en ese precioso color plata.
¡Oh,
sería guay! Igual incluso podría hacer una bañera con…
No, no , no... Mejor dejo el papel albal y te cuento mi otro secretillo.
198y algo,
casa de Liah.
—¡Mamá,
no quedan perchas?
—¡Liahpordiós,
usa una de las que tienes! —mi madre vino taconeando hasta mi cuarto y cogió
del armario una de las cuatro perchas que aguantaban toda mi ropa—. ¿Qué tiene
ésta de malo, hija? —me la dio y salió del dormitorio.
Yo miré la percha,
curvada por el peso de dos vaqueros, tres camisas, una rebeca y una chaqueta. Y justo en ese segundo a Dios puse por testigo de que cuando fuese
mayor me compraría tantas perchas que podría entrar en el Libro Guinness de los
Récords como la chica con más perchas del mundo. Tendría una percha para cada
camisa, cada pantalón, cada chaqueta… Incluso pensé en la posibilidad de usar
dos perchas por pantalón, una para cada pernera. ¡Nunca jamás me faltaría una
percha!
Y así
sucedió: mi destino estaba marcado desde mi más tierna infancia y hasta hace
dos días he sido una chica feliz, con cincuenta y tres rollos de papel albal y ciento
diecisiete perchas.
Pero el
martes... ¡El martes fue un gran día!: tuve un instante de claridad mental de
esos que te dejan al borde del abismo de la trascendencia.
Y lo hice, poseída por el genio creador de quien está
ante la obra más importante de su vida: ¡forré todas las perchas de papel
albal!
¡Quedaron perfectas! ¡Perfectas perfectas! ¡Incluso perfectísimas!
Pensé en llamar a mi madre para que las viese de tan orgullosa que estaba pero
luego desistí (ella no lo entendería y yo no estaba dispuesta a aceptar ninguna crítica
al respecto).
Y supe que había llegado el instante culmen, la
apoteosis. Me bebí un par de copas de vino (y alguna más) y decidí que era el
momento de empezar a superarlo, de comenzar una nueva vida, de madurar
(esto último todavía lo estoy pensando; no termino de decidirme…).
Han
pasado ya dos días y alguna hora y (vas a quedarte sorprendido) ¡no he comprado ni un rollo de papel albal ni
una percha! Lo sé, es increíble tanta fuerza de voluntad en una chica tan joven. Mmmmm..., la verdad es que aún no he ido a hacer la compra, pero, entre nosotros, a
veces toda la compra consistía sólo en eso, así que la cosa va bien: creo que lo voy superando.
(*) Si nos ponemos quisquillosos podríamos decir que
tengo tres adiccionesdená, pero el vino no cuenta porque... Porque no.